Por Sandra Golpe, periodista, presentadora y académica.
Por primera vez en siglos, los medios han perdido el poder de distribuir sus propios productos. Hoy la vida de las noticias la dictaminan muchos factores y, me temo que la veracidad es solo uno más y no el más determinante.
Los periodistas que poblamos el mundo informativo hemos dejado de ser verdaderamente poderosos en este siglo complejo, incierto, globalizado. Nos vemos abocados a ejercer el oficio de oír, ver y contarlo en formatos audiovisuales cambiantes. Nuestro trabajo más cuidado y contrastado compite hoy, en interés y en igualdad de condiciones, con mentiras, bulos propagados en eco hasta que una masa pensante los da por válidos (me refiero a la tan de moda y preocupante “posverdad”, otro día podríamos desmenuzar el concepto).
De unos años a esta parte, obtenemos la respuesta instantánea de nuestra labor. Estamos expuestos en las redes a elogios y críticas, asomados a veces al acoso virtual, al odio o la alabanza desmedida, a la intolerancia, al linchamiento del cobarde virtual anónimo. Y ya no digamos cómo nos influye este fenómeno si nos toca asomarnos regularmente a las cámaras (abriría aquí otro melón que, perdonad, hoy tampoco me toca).
Claramente, evolucionan sin descanso nuestras maneras y vías para comunicar, el receptor opina sobre nuestros contenidos en tiempo real, y no solo eso: elige sus propios canales para informarse. El gran público, atención, va fragmentándose, se nos hace mayor. Y los jóvenes nos abandonan por el consumo a la carta.
Por otro lado, en 2017 la información no solo la manejamos nosotros. La aporta, por ejemplo, esa ciudadana periodista por un rato, que cuelga en Youtube la granizada que grabó ayer, con gran éxito viral, allá donde nuestros equipos no estaban. O ese paisano que, vía Periscope, te enseña de repente un tiroteo en directo, desde un supermercado de Florida. Cierto que luego tú, editora televisiva, eliges si introduces esos asuntos en tu escaleta, pero indudablemente elaboras ya tu relato de la actualidad con un ojo puesto en los medios y agencias clásicas y, sobre todo, pendiente de la información que emana sin pausa de las redes. Imposible ponerle puertas al campo.
Leo que El País se alía con Facebook “para hacer periodismo de calidad”. Si no puedes con tu enemigo, únete a él. El acuerdo consiste en sugerirle a Facebook sus cinco noticias del día y la red social las llevará a todos los rincones. Al menos esas cinco historias, debidamente verificadas, añadirán un sello de calidad a esta plataforma social con aplastante capacidad de influencia: 1.800 millones de seguidores, un 70% de estadounidenses usuarios y, de ellos, dos tercios utilizándola para informarse. Facebook me da vértigo, pero quizá lo vayamos a necesitar de salvavidas.
Por primera vez en siglos, los medios han perdido el poder de distribuir sus propios productos. Hoy la vida de las noticias la dictaminan muchos factores, y me temo que la veracidad es solo uno más, y no el más determinante. Evitar esta peligrosa situación me parece el gran desafío de las empresas informativas.
¿Y nosotros? ¿Qué podemos hacer los periodistas en este contexto? De entrada, subsistir en este mar revuelto con la mejor versión de nosotros mismos. Hacer de la curiosidad y de la honestidad nuestra bandera, contrastar mil y una veces cada historia antes de mostrarla. Pienso en un caso reciente y duro, el de la niña Nadia, y en cómo ha perjudicado la estafa escandalosa de sus padres no solo a la propia menor, sino a un respetado y bienintencionado compañero. Me suelen ayudar las reflexiones de otro colega, ya fallecido, sobre nuestro gremio. Atemporal e inspirador José Luis Alvite. Más prestigioso que famoso, pluma brillante y ácida. El maestro gallego solía escribir sobre el progresivo descrédito de esta profesión que, a veces, parece haber abandonado la calle. A “los nuevos”, él les decía que les tocará cambiar las cosas para que el suyo vuelva a ser “un oficio en el que la conciencia tranquila suele coincidir con los bolsillos vacíos”, bella utopía. Alvite también opinaba que los estudiantes de periodismo mejorarían su formación si una parte del tiempo que dedican a sus asignaturas lo empleasen en hablar más a menudo con su peluquero. Yo añadiría que, junto al oficio sagaz y la conciencia limpia, deberán abrazar las redes sociales y buscar en ellas nuevos caminos. Renovarse o morir ante el nuevo cuarto poder.
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