Recuerdo aquella tarde de viernes de noviembre con especial cariño. En un fin de semana en el que mi atención cinematográfica estaba centrada en dar cuenta de lo último que Disney iba a hacer llegar a nuestras pantallas, una película argentina respaldada por efusivos comentarios se estrenaba en el cine Avenida de Sevilla, ese que de un tiempo a aquella parte había reinventado sus cinco salas para destinarlas a proyecciones en versión original de filmes que se salían de la tónica más «generalista».
Como quiera que siempre he sido amigo de los dobletes y que el día anterior había sido mi cumpleaños, mi novia —y actual esposa— y yo resolvimos ir al Warner Lusomundo del Plaza de Armas a la primera función de ‘Atlantis: El imperio perdido’ (‘Atlantis: The Lost Empire’, Gary Trousdale y Kirk Wise, 2001) y, al salir de ésta, cruzar la calle para averiguar a qué venía tanto revuelo alrededor de ‘El hijo de la novia’ (id, Juan José Campanella, 2001).
Descubrimiento y espera
Decir que salimos henchidos y eufóricos de la sala tras asistir al emotivo y asombroso filme de Campanella sería quedarse muy, pero que muy cortos, cuando tantas y tan variadas fueron las emociones que nos había transmitido la cinta que nos descubría a Ricardo Darín, que hacía que cayéramos prendados de Héctor Alterio y Norma Aleandro —por no hablar de Eduardo Blanco— y que me «enamorara», una vez más, de la sonrisa de Natalia Verbeke.
Como todo descubrimiento de esta entidad que se precie, muy pendiente estuve en los años siguientes de lo que nos llegara del cineasta argentino. Una espera que encontró pronto fruto en ‘El mismo amor, la misma lluvia’ (id, 1999), filme anterior a ‘El hijo de la novia’ y de menor calado que éste y que después se prolongó durante dos largos años hasta el estreno de la simpática ‘Luna de Avellaneda’ (id, 2004).
Padileciendo también en la comparación sobre la bellísima historia de los extremos del amor que le valía a Campanella la nominación al Oscar a Mejor Filme de Habla No Inglesa —un premio que merecían tanto él como el Jeunet de ‘Amelie’ (‘Le fabuleux destin d’Amélie Poulain’ 2001) más que el filme bosnio que se lo arrebató—, de repente, se hizo el silencio. El cineasta no tenía nada en cartera, y tres años tendrían que pasar para que los que seguíamos ‘House’ (‘House M.D’, 2004-2012) lo viéramos acreditado en un puñado de episodios sueltos.
Entonces, sin avisar, llegó ‘El secreto de sus ojos’ (id, 2009).
Encantos discretos
Durante sus minutos iniciales, esos en los que una producción cinematográfica tanto se juega, el penúltimo filme que Campanella ha estrenado en la gran pantalla arranca de forma discreta, echando mano de un flashback desenfocado y a cámara lenta con una voz en off superpuesta, elementos todos que, juntos o por separado remiten de forma casi inmediata a mucho drama romántico de amor imposible de esos que plagan el séptimo arteb de uno a otro extremo.
Tras dicha escena, la cámara del argentino nos presenta al personaje de Ricardo Darín y de forma casi inmediata al de Soledad Villamil, dos de los tres pilares básicos en los que, en términos interpretativos se asienta la cinta. Una terna que se completa instantes después con ese monstruo que es Guillermo Francella. Sobre ellos, sobre su naturalidad, honestidad y la forma en la que tienen de dar tridimensionalidad a sus personajes, recaerá un inmenso porcentaje de lo que ‘El secreto de sus ojos terminará ofreciendo’.
Pero para eso todavía falta. La cámara inquieta de Campanella recorre los espacios del palacio de justicia donde los tres trabajan, los diálogos se cruzan dando poco tiempo a que el espectador español acostumbre su oído a los infinitos modismos del habla argentina. Al Espósito de Darín le encargan ir a atestiguar la escena de un crimen. Un trabajo rutinario que acepta a regañadientes porque el turno era de otro de sus compañeros. La casual forma en la que todo transcurre no indica que algo de relevancia vaya a suceder. El mundo se para.
La mirada de Darín, empañada de dolor e incomprensión, recorre el cuerpo desnudo e inerte de Carla Quevedo, una joven que ha sido brutalmente violada y asesinada. Sin saberlo, el filme acaba de atraparnos irremisiblemente, y no nos soltará durante los ciento dieciséis minutos que aún quedan para resolver todo lo que, de forma inadvertida, le ha dado tiempo a plantear a Campanella en los trece que han transcurrido hasta ese instante decisivo y, por supuesto, en todo lo que, a partir de él, continuará desplegándose.
Atrás quedará el talante sencillo y aparentemente usual de la cinta. Por delante, un ejercicio cinematográfico en el que el realizador nos cautivará, hipnotizará y dejará completamente desarmados y desprovistos de cualquier capacidad para anteponerle un pero a la perfección, el genio y la maestría de todo lo que nuestra atónita mirada verá pasar en ese mágico lienzo blanco que es la pantalla del cine.
‘El secreto de sus ojos’, pasión…por el cine
Apasionada y apasionante, es la pasión dentro y fuera de la historia la que mueve un conjunto que, en su ecuador, alcanza su momento de mayor asombro visual. Un impresionante plano secuencia —con sus trucos, claro— que es lo que, en lo visual, más queda retenido en la memoria del espectador y que, no obstante, viene precedido de forma inmediata por otra escena, desarrollada en una taberna, que demuestra de igual manera y quizás con mayor contundencia, aquello alrededor de lo que se mueve ‘El secreto de sus ojos’.
En ella, el personaje de Francella, con la ayuda de un efusivo aficionado al fútbol, revela al de Darín la forma de dar con el esquivo asesino de la joven que citábamos antes. Y lo hace mientras la cámara de Campanella se mantiene siempre en un plano medio que da paso, en los momentos a un primerísimo primer plano de Francella en el que la mirada del actor, emocionada por lo que se les avecina, se abre feliz.
Lo que sigue a continuación es, como digo, un logro, un hito del séptimo arte que, por él sólo, habría sido capaz de colocar al filme en lo más alto del 2009 pero que, unido a lo que vendrá después y a las sublimes sensaciones que termina imprimiendo la cinta, queda como punto álgido de una declaración de amor a una disciplina artística. Un cine que se mueve aquí en unos términos que saben como conjugar contundencia con sutileza sin que la una aplaste a la otra, ni la segunda disuelva la efectividad de la primera.
Apoyados ambos factores en la soberbia dirección de Campanella —que sabe, y sabe con precisión, qué hacer con la cámara y dónde colocarla en cada momento— y en unos actores en permanente estado de gracia entre los que no podría haberse generado una química más efectiva —si lo de Darín y Villamil es impresionante, lo de Francella lo supera con creces—, es también en la precisión quirúrgica con la que funciona el guión a la que ‘El secreto de sus ojos’ debe muchísimo de lo que impacta en el espectador.
Un guión que se hace grande en sus diálogos, que raya en los mismos términos en los diferentes palos que va tocando, ya sea la chispa de su humor, lo sólido de su vertiente dramática o la forma en la que se describen los personajes y que, en perfecta sincronía con el resto de valores del filme, eleva al mismo a una categoría, la de obra maestra, que se inventó para poder definir producciones del hondo calado al que accede este singular pináculo del cine.
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La noticia
Cine en el salón: ‘El secreto de sus ojos’, el verbo eterno
fue publicada originalmente en
Blog de cine
por
Sergio Benítez
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